Un medio día en carretera, hacía un calor
infernal y decidí detenerme a lavar el tanque de la tractomula. Únicamente el
calor y los dos muchachos que lavaban podrían habitar aquel averno. Al
estacionarme di cuenta que andaban cocinando en una gran hoguera; el primer joven,
algo coqueto, me invitó a sentarme al lado de la candela mientras iniciaba su
trabajo, le pedí una ducha; erase más bien un tubo que dejaba caer un chorro de
agua sobre una zona de lodo con jabón, ésta (la zona) rodeada por un plástico
haciendo las veces de cortina. Ya fresca sudé de nuevo el infierno. Me acomodé
bajo el palo de mango a una distancia prudente del almuerzo. El segundo joven
quiso contarme: en la noche, a eso de las once, escuchó un tremendo ruido
inusual; una tractomula había arrollado a la vaca lechera del primer joven;
pasaron la madrugada desollándola y despresándola. Habría podido quedarme toda
la semana a comer vaca con mis nuevos amigos, invitarles cerveza y quizá vivir
con ellos un tiempo, enamorarnos los tres y una mañana sin decir nada partir
hacía la ciénaga; sonaba maravilloso, el sol desdibujaba la carretera; el calor
entorpecía el habla; el sudor brotaba de la frente, arqueaba las cejas, descendía
por mejillas y boca hacia el cuello; se abría camino por entre las tetas y baja
a mares por la espalada; pasaron tres horas y aún le faltaba ablandar a la
yuca. Me serví de lo demás: zanahoria, plátano, pimentón, cebolla, ajo, papa y
un pedazo de costilla de una extensión nunca antes vista. Pagué la lavada y me fui.
jueves, 20 de mayo de 2010
Suscribirse a:
Entradas (Atom)