jueves, 20 de mayo de 2010

Viajando Colombia (Aguachica, Cesar)


Un medio día en carretera, hacía un calor infernal y decidí detenerme a lavar el tanque de la tractomula. Únicamente el calor y los dos muchachos que lavaban podrían habitar aquel averno. Al estacionarme di cuenta que andaban cocinando en una gran hoguera; el primer joven, algo coqueto, me invitó a sentarme al lado de la candela mientras iniciaba su trabajo, le pedí una ducha; erase más bien un tubo que dejaba caer un chorro de agua sobre una zona de lodo con jabón, ésta (la zona) rodeada por un plástico haciendo las veces de cortina. Ya fresca sudé de nuevo el infierno. Me acomodé bajo el palo de mango a una distancia prudente del almuerzo. El segundo joven quiso contarme: en la noche, a eso de las once, escuchó un tremendo ruido inusual; una tractomula había arrollado a la vaca lechera del primer joven; pasaron la madrugada desollándola y despresándola. Habría podido quedarme toda la semana a comer vaca con mis nuevos amigos, invitarles cerveza y quizá vivir con ellos un tiempo, enamorarnos los tres y una mañana sin decir nada partir hacía la ciénaga; sonaba maravilloso, el sol desdibujaba la carretera; el calor entorpecía el habla; el sudor brotaba de la frente, arqueaba las cejas, descendía por mejillas y boca hacia el cuello; se abría camino por entre las tetas y baja a mares por la espalada; pasaron tres horas y aún le faltaba ablandar a la yuca. Me serví de lo demás: zanahoria, plátano, pimentón, cebolla, ajo, papa y un pedazo de costilla de una extensión nunca antes vista. Pagué la lavada y me fui.